viernes, 28 de julio de 2017

LA BUTACA

La mañana estaba nublada pero pensó que un poco de lluvia refrescaría el ambiente agobiante de los últimos días. El Puig se veía muy bien aunque la luz era cenicienta. Otra cosa era la cima de Santa Ana que se apreciaba un poco difuminada. El vaso de café con leche le quemaba la yema de los dedos, tuvo que dejarlo en el regazo posado sobre el paño de cocina. La miel todavía no se había deshecho, por eso tenía que removerlo con la cucharita. De vez en cuando la sacaba del líquido hasta que desaparecía después de agitarlo. Iba con cuidado de no golpear la cuchara con el cristal del vaso. Su hija la había reñido bromeando porque parecía que tocaba una campanilla. Se quejó y no aceptó la corrección. ¿Dónde se había visto que los jóvenes corrijan a sus mayores?

Había sido un acierto encargar aquella butaca. El tapizado era suave y el color, sufrido, como debía ser para esconder las manchas. Era cómoda, sin duda, pero no tanto como para dormirse. El respaldo le abrazaba la espalda para proporcionarle el confort suficiente. Se imaginó las siestas que haría el nieto mayor, medio acurrucado y las meriendas que dejaría a buen recaudo el más pequeño. Por eso, un color oscuro era necesario. Le resultaba curioso que a aquel niño le gustara tanto la sandía. Uno de los rituales establecidos entre abuela y nieto consistía en darle trocitos de fruta en la boca. El crío revoloteaba por la estancia jugando y moviéndose sin parar como un pajarillo, mientras ella se quedaba sentada en la butaca con el plato de sandía sobre el regazo. De vez en cuando, el avecilla se acercaba para alimentarse antes de retomar el vuelo.

Aquella butaca tenía un emplazamiento predilecto junto a la ventana del salón. Nada le gustaba más que pasar ratos contemplando la calle y el paisaje, especialmente por las mañanas. Las primeras horas durante las cuales el día aún se desperezaba eran sus preferidas. Quizás no había demasiada actividad por las calles pero este hecho facilitaba que la observación fuera más cuidadosa, más detenida. El ruido del tráfico intermitente se convertía en el murmullo que acompasaba sus pensamientos.

La soledad que había sido tan temida en otros tiempos era ya una fiel aliada. Se contrariaba cuando perdía aquellos momentos de reflexión o de dejar la cabeza sencillamente en blanco, porque podía hacer lo que le viniera en gana, ya no había ningún gallo en aquel gallinero. Ella había aprendido muy bien que la mujer como la hormiga ha de ser. ¿Qué problema había si ahora se convertía en una cigarra? A la vejez viruelas… ¿No dicen eso? Los primeros meses fueron los más difíciles. Cuando la muerte rasga la rutina de las mañanas, el vacío aparece abismal. La pérdida de los padres nos enfrenta con nuestra propia desaparición. Quizás la lección más valiosa de los progenitores es la última: una, tan preparada frente al tránsito, dejándose ir con levedad; el otro, con una fiereza adolescente, arañando con rabia las paredes de una existencia agotada. Cuando los padres se van, te quedas en primera línea de fuego.

El café con leche se había quedado tibio, quizás demasiado. Suerte que era verano y que no le gustaba demasiado caliente… Al nieto mayor le pasaba lo mismo: las comidas demasiado ardientes le molestaban. Ya hacía tiempo que lo tomaba descafeinado. ¿Dónde habían ido a parar todos aquellos años en los que los cafés bien cargados eran tan necesarios? ¿Tanto trabajo y tanto quebradero de cabeza iban a alguna parte? Ya lo decía su madre: tendríamos que ser viejos en primer lugar. Lo hicieron como pudieron, ambas. ¡Qué adquisición más buena había hecho con aquella butaca! La vieja estaba así, demasiado vieja. Ya se lo habían advertido los hijos: que tenía que desprenderse de aquel mueble estropeado por los años. A duras penas se apreciaba el cuero de mala calidad desgastado por el uso. Tenían razón. Había llegado la hora de comprar uno, completamente nuevo.

La vieja butaca había conservado la situación privilegiada en medio del salón, incluso después de la muerte del marido. En sus últimos años de vida había sido difícil distinguir el asiento y el hombre. Los límites entre ambos se habían disipado. Desde entonces, el cachivache había sobrevivido como testimonio de tanta privación y de tanto sufrimiento. ¿Por qué nos empeñamos en situaciones que nos perjudican tanto? Una década después el tributo sumiso se había ido borrando con cada escama de piel de imitación que se desprendía. El tejido despellejado, desprovisto de todo vestido, había dejado los recuerdos desnudos, sin pesadumbre. Había comprobado con satisfacción que ya no hacían daño, que ya no necesitaba buscar justificaciones inútiles. ¡Ay, madre, si lo hubiésemos sabido hacer mejor! ¡Qué cerca estaba ahora de su madre! Mucho más que cuando estaba viva. ¿Era una lección o una contradicción más? Parecía un sarcasmo que su padre hubiera ocupado aquella butaca maltratada en sus últimos meses sobre la tierra, cuando su madre ya había muerto. Pero todo aquello ya era pasado. El café con leche se había quedado frío. Suerte que era verano. Cómo le gustaba el verano y su butaca nueva.

Begoña Chorques Fuster
Profesora que escribe
Relato publicado en 'El conte del diumente'
Periódico 'La veu del País Valencià'
23 de julio de 2017  


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